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El Sueño Eterno

El Sueño Eterno es aquí un título sin connotaciones cinematográficas, aunque el genio de Howard Hawks lo haya casi condenado a ser un inolvidable icono del séptimo arte. Muy por el contrario se trata de articular algunas reflexiones lo más atemperadas posibles en sentido fenomenológico respecto a la cuestión de la muerte humana.

 

La muerte del animal humano tiene unas implicaciones radicalmente diferentes de la de otros seres vivos. Es el único espécimen conocido que ejerce una continua actividad de autoconocimiento, con una componente tal de retrospectiva y memoria que lo distingue del resto de primates.

 

No obstante, en el orden de los primates se pueden observar comportamientos muy evolucionados como la forma en cómo una hembra de chimpancé se aferra durante días al cadáver de su cría con un apego conmovedor. O por el contrario cómo un grupo de bonobos, por ejemplo, puede descuartizar a un compañero de grupo, muerto recientemente, para devorar su carne, lo cual recuerda ciertos comportamientos humanos más elaborados respecto a disputas de herencia.

 

Es inevitable que el que mantuvo conexiones con un difunto, sentirá la extinción de una parte de sí, y la pérdida, que será en mayor o menor grado, dependerá de su proximidad espacial, temporal o intelectual, porque el que muere fue depositario de memoria de los que perviven, era un almacén de datos de los que ahora, compungidos, lloran su muerte. La letra hortera “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, con un desenfadado ritmo de sevillana, recoge fielmente para el vulgo esa realidad que siente el superviviente ante semejante tragedia con la que a la par que se pierde a alguien se pierde algo de nosotros, una versión, retrato o perspectiva particular acerca de nosotros.

 

Así pues, muchos aspectos de nuestra vida se extinguen con el cese de la actividad cerebral del muerto, muy probablemente aspectos inéditos para nosotros mismos si se trata de fallecidos que nos han conocido en la más tierna infancia, que han retenido imágenes, facetas, impresiones acerca de nosotros, los vivos, de las que nunca seremos plenamente conscientes.

 

De lo expuesto hasta ahora, que me parece indiscutible, podemos colegir que el momento de la muerte, el “exitus letalis” en términos médicos, constituye el acabose biológico, pero no siempre el personal.

 

Y no apelo ahora a cuestiones metafísicas sino a la memoria misma. El hombre que ha desarrollado una vida como persona, en el sentido orteguiano y especialmente en el sentido antropológico de Julián Marías, que se ha hecho cargo de su existencia, de sus posibilidades y de sus limitaciones, de su entorno familiar y comunal, ha crecido como persona, se ha potenciado tanto más cuanto mayores hayan sido sus conexiones con los otros, sus imbricaciones, si han sido múltiples e intensas, perviven en el interior de las cajas craneales de aquellos que le han conocido y es por lo que su figura personal no se extingue con la desaparición biológica. Más aún, en ocasiones históricas particulares, como en muchos casos de escritores, artistas u hombres de acción, su valor y mérito es descubierto o engrandecido precisamente tras su desaparición biológica.

 

Las consecuencias éticas y morales que de la cuestión de la memoria y la perduración de la personalidad pueden extraerse son innumerables, pero sin alejarnos de la perspectiva fenoménica, la conclusión de la vida, la clausura del individuo operatorio nada tiene de dramático para él, el deseo complaciente y cortés de que descanse en paz que se profiere ante otros a los que aún les late el corazón en el pecho, es vano y gratuito para el finado, cuyo descanso es tan evidente como lo es el aserto opuesto de que el movimiento se demuestra andando. La vieja fórmula romana: “Sit tibi terra levis” es más un piadoso consuelo para los que aquí quedamos.

 

A un día del fallecimiento de mi tío Juan. In Memoriam. 

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